¿DEMOCRACIA?

Vivimos en una democracia falseada. Es falsa “la estructura y funcionamiento democrático de los partidos” (que pide el artículo 6 de la Constitución), es falsa la división de poderes, es falsa la independencia del poder judicial, incluido el propio Tribunal Constitucional cuya acción se ve mediatizada (o bloqueada) por los políticos; y son invadidas por los partidos las instituciones reguladoras de la economía, supuestamente independientes. En España, hoy, los partidos políticos lo invaden todo, no sólo las Instituciones públicas, que debían respetar, sino también las privadas como Cámaras de Comercio, Cajas de Ahorros, Instituciones Feriales, Museos y Hospitales y tantas otras.
Si la democracia española quiere sobrevivir con dignidad y ser respetada, tiene que poner remedio a estos hechos que con una grave amenaza al Estado de Derecho. Tiene en primer lugar que hacer veraz la representación, reformando aquellos mecanismos que son claves en cualquier sistema político, a saber: reforma en profundidad del sistema electoral (no basta con desbloquear las listas), democratización interna de los partidos, transparencia y control de la financiación de la política –que es un escándalo- y defensa de la integridad del Estado frente a los nuevos soberanismos que han aparecido en el horizonte. Si no se abordan de verdad estas cuestiones, la regeneración democrática es pura palabrería y hablar de la calidad de nuestra democracia es, sencillamente, cinismo.
Los partidos políticos han sido en España, hasta ahora, caudillistas. En los primeros momentos de la democracia española fueron plurales y había debate interno. Pero pasados unos años, se configuraron como organizaciones piramidales, jerárquicas y disciplinadas, en las que todo depende de eso que podemos llamar el “Secretariado”, un reducidísimo grupo de personas que son, en cada momento, el líder y dos o tres más. Éstos manejan el dinero, hacen las listas, asignan posiciones y prebendas. La discrepancia interna con el “Secretariado” es siempre mortal y el liderazgo es casi vitalicio: Fraga, Felipe González, Jordi Pujol, Javier Arzallus, Aznar o Zapatero ejercieron sobre sus respectivas organizaciones un poder omnímodo y si su liderazgo terminó es porque ellos se quisieron ir. Los Congresos son plesbicitarios, con porcentajes de adhesión a la lista oficial que alcanza el 98% de los asistentes. Esta realidad tiene funestas consecuencias: 1) tendencia al amiguismo tanto en los gobiernos como en el partido; 2) poder omnímodo del líder sobre el partido y sus cuadros; 3) inexistencia en el interior de los partidos de verdadero debate político abierto; no hay vida fuera del oficialismo; 4) el partido es una organización cerrada, que expulsa de su seno a los mejores (podría citar aquí muchos nombres).
Resultado: alejamiento de la gente y aislamiento de los partidos respecto de la sociedad, con evidentes “riesgos sistémicos”. La vieja oligarquía y caciquismo se ve hoy sustituida por la oligarquía de los partidos, financiada además con fondos públicos. Si los partidos políticos españoles quieren ganarse el respeto y el afecto de la gente tienen que abrir sus puertas. El liderazgo debe ser contestable. La opinión pública, los militantes y los ciudadanos en general, deben ser oídos para la elección de candidatos, sin umbrales de avales necesarios para presentarse a unas primarias; si quieren acercarse a la sociedad, en lugar de someter a ésta al chantaje de las listas cerradas, es preciso que los partidos se abran a la opinión y las decisiones que tomen sus militantes y simpatizantes.

Así no podemos seguir.

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