¿QUÉ CORROMPE MÁS?

Publicado: Raúl López

“El poder sólo hace inmorales a los que ya lo eran antes”. La frase, certetra, se le atribuye a Juan Barranco, alcalde socialista de Madrid entre 1986 y 1989. Todos asumen que “el poder corrompe”, pero pocos admiten que lo que realmente corrompe es la militancia en un partido político. Si los políticos se corrompen cuando gestionan el poder, es porque ya estaban previamente corrompidos dentro de sus respectivos partidos.

La sentencia “El poder corrompe” es universalmente asumida y forma parte ya de nuestra cultura política, pero detrás de esa frase hay una verdad todavía más estremecedora, que nadie admite: lo que realmente corrompe es la militancia en un partido político.

La senda que conduce a la corrupción y al abuso de poder se inicia muchas veces cuando un ciudadano decide militar en un partido político, en algunos casos con buena fe, con deseos de ayudar, pero ignorando que penetra en un espacio peligroso, regido por leyes y reglas profundamente antidemocráticas y escasamente éticas, incompatibles con la dignidad humana y el verdadero progreso.

La incompatibilidad de los partidos políticos con la democracia está fuera de toda duda. La democracia es el gobierno de los ciudadanos, pero los partidos desplazan al ciudadano y son ellos los que controlan el poder, en régimen de monopolio. La democracia establece una densa red de controles y contrapesos cuyo objetivo es limitar el poder de los partidos y del gobierno, pero los partidos se encargan de desmontar y manipular, desde dentro del sistema, esa red para que so poder sea lo más ilimitado posible. La democracia es transversal y horizontal, mientras que los partidos políticos son verticales. La democracia es transparente y está al servicio de la verdad, mientras que los partidos son opacos y están al servicio del poder, utilizando, si fuera necesario, el engaño y la manipulación. El objetivo de la democracia es el bien común, pero el de los partidos es el poder y el control y disfrute de ese poder.

De los partidos políticos actuales cabe esperar jugadas tan inmorales como la reciente filtración hecha en Bruselas a la agencia de noticias Reuter por unos funcionarios anónimos, que, con toda seguridad, son miembros del PSOE. Esa filtración, que acusa al gobierno de Rajoy de estar falseando las cuentas y aumentando artificialmente el déficit para justificar recortes, subidas de impuestos y una dura reforma laboral, daña la imagen y la credibilidad de España, anteponiendo claramente los intereses de un partido concreto, plagado de corrupción, al bien común y al interés general de los españoles. Se trata de actuaciones corruptas, realizadas por corruptos que creen en los rastreros y antidemocráticos principios de que “el fin justifica los medios” o que “todo vale en política”.

Los fundadores de la democracia lo tenían claro y rechazaban los partidos políticos porque los consideraban poco menos que organizaciones mafiosas e incapaces de anteponer el bien común a sus propios intereses. Así pensaban Robespierre, Dantón y casi todos los teóricos y revolucionarios franceses de finales del XVIII. El rechazo a los partidos todavía era más intenso en Jefferson y casi la totalidad de los fundadores de la primera gran democracia del mundo: los Estados Unidos de América, conscientes de que los partidos políticos ponían en peligro el sistema porque tendían a apoderarse del Estado, a monopolizar el poder y a someter a los ciudadanos.

Cuando entras como militante en un partido te das de lleno con un mundo siniestro donde los valores están trastocados. Allí no se hace carrera sirviendo a la verdad y a la propia conciencia, sino sometiéndose a los criterios y deseos del líder. Cuando cometes un error, alguien te dice al oído: “mejor olvídalo porque no te conviene que se sepa y si se publica perjudicaría al partido”. Así nacen los grandes cánceres internos que convierten a los partidos en auténticas escuelas de gregarios mediocres sometidos y, en algunos casos, de déspotas, corruptos y hasta delincuentes. Siempre hay alguien en el partido que te dice que “la ropa sucia se lava en casa”, mientras que otros proclaman ideas tan antidemocráticas como aquella de que “el fin justifica los medios”, que “en política vale todo” o que “al enemigo ni agua”. Cuando los partidos han llegado a implicarse en demasiadas irregularidades y corrupciones, las élites empiezan a desconfiar de todos los que permanecen limpios y les obligan a participar directamente en el festival de los despropósitos y arbitrariedades. Implicar a todos es un método que genera seguridad en el colectivo porque, de algún modo, garantiza el silencio. Es el mismo método que utilizaba Al Capone cuando obligaba a sus más cercanos colaboradores a cometer crímenes con sus propias manos, asegurándose así su lealtad y silencio.

Con esa terrible filosofía, suprimiendo la verdad y el debate libre y practicando una falsa lealtad, que en realidad es un vergonzoso y cobarde sometimiento al líder, los partidos forman a los que posteriormente, cuando ganan las elecciones, asumen las más altas responsabilidades del gobierno y se encargan de dirigir la nación. Es imposible que los militantes de un partido autoritario y vertical practiquen la democracia cuando alcanzan el gobierno. Valores democráticos como la igualdad, la verdad, la limpieza y la Justicia saltan por los aires porque los militantes, después de tanto tiempo pegando carteles y sometidos a las privaciones de la lucha partidista, se consideran con derecho a ser los privilegiados y a ser compensados. Más que demócratas auténticos, los que llegan al poder suelen ser peligrosos verticalistas totalitarios, ansiosos de poder, ávidos de privilegios y perfectamente entrenados para imponer su voluntad a los demás, casi todos ellos ya corrompidos por haber suprimido previamente la verdad, la libertad, la transparencia y el debate de sus respectivas vidas de militantes.

La verdad interna de los partidos es impresentable y amarga, pero irrefutable: si un militante decidiera votar en conciencia, decir la verdad en los debates internos, apoyar al que tenga razón, respetar la soberanía de los ciudadanos y defender la verdadera democracia y los valores, su carrera política quedaría liquidada en un instante.

Algunos políticos protestan cuando algunos pensadores y ciudadanos afirman, generalizando, que los políticos son corruptos, pero no tienen razón porque, aunque ellos no hayan caído en la corrupción, son cómplices activos y cobardes de muchos de sus compañeros de filas que sí son corruptos o que se han enriquecido sin justificación. El no denunciarlos, el permanecer en el partido sin abandonarlo, conscientes de que esos comportamientos colisionan con la decencia y la democracia verdadera, les hace también a ellos corruptos y enemigos de la democracia.

Juan Barranco sabía lo que decía cuando afirmó aquello de que “El poder sólo hace inmorales a los que ya lo eran antes”. La verdad es que la inmensa mayoría de los que llegan al poder hace ya mucho tiempo que convivían con la corrupción.

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