CRUZ Y TIRANÍA

Publicado: Raúl López

 

El mito crucificado

El cristianismo pasó de ser una secta perseguida a ser la religión oficial y desde entonces la perseguidora.  Dejó el pez estilizado como señal y cogió la cruz, un instrumento de tortura, como emblema.

No existe ninguna prueba tangible y fehaciente de que haya existido jamás algún Jesús de Galilea, de Nazareth o de Belem; surgido al parecer por inmácula concepción de una tal María y adscrito hijo putativo de un José.

De lo que sí se conoce es acerca del mito del buscado redentor o mesías, ese Emmanuel hebraico de cuyos avatares recogieron de oídas ciertos escribas eremitas y que vertieron en escritos, los evangelios, algunos de éstos tildados apócrifos por la iglesia oficial romana.

Sobre ese supuesto christo, los levitas judaicos niegan de siempre la posible deidad de quien para ellos, si acaso, fue un disidente talmúdico de tantos, cuando no apenas un renegado.

Los imanes del Islám, que ya tienen bastante con justificar su propio mito mahometano, sólo reconocen en el supuesto ungido  a un profeta más sin naturaleza divina y, sin duda, ni tan noble, ni tan generoso ni tan magnánimo como el suyo propio.

Según la versión de los evangelios oficiales, el presunto mesías termina el trance de su vida en una cruz latina, con el acuerdo del Procurador romano ya que la Judea de entonces era una provincia del Imperio.

La Roma imperial hacía uso de la crucifixión desde el inicio de sus conquistas, esta repulsiva práctica fue asimilada en las pugnas entre los propios judíos de quienes era célebre el profundo odio fervoroso que se profesaban. Fue así como, según el mito, el pretendido redentor murió crucificado, vilipendiado y vejado por sus coterráneos.  De allí surgió la leyenda y con ésta una secta de seguidores.

Una parte de los cristianos iniciales se instaló en Roma, vivían en comunidades en las que no existía la propiedad privada, sus ceremonias evocativas eran comidas compartidas por todos.  Se reconocían entre ellos con la figura estilizada de un pez.

Tal cohesión, en un Imperio en declive, los hizo peligrosos y por eso perseguidos.

La maquinaria de la Roma imperialista, el ejército, se agotaba, el gasto del poder en manos de los sectores ociosos era insotenible, la clase dominante necesitaba una fuerza espiritual que pudiera ligar y entretejer una justificación a su poder opresor.  El imperio se rehizo y optó por una nueva religión, se dio la bienvenida al Novum Testamentum.

El cristianismo pasó de ser una secta perseguida a ser la religión oficial y desde entonces la perseguidora.  Dejó el pez estilizado como señal y cogió la cruz, un instrumento de tortura, como emblema.

Aquel intrumento de tortura física se renovó en la herramienta ideológica de la opresión del poder.

El cristianismo ha servido para justificar la dictadura de la clase dominante, sea en oriente u occidente, el septentrión o el meridión.

A la Roma imperial que dio paso a los reinos feudales; a las monarquías absolutistas, a las que dieron razones divinas de su origen; a la burguesía snob, cuando dejó de ser revolucionaria y conquistó su dictadura de la ganancia; a las tiranías y democracias, vestiduras oportunas de la misma explotación capitalista.

La morbosa imagen sufriente y lacerada de aquel personaje mítico en una cruz romana, paseada en andas por ocultos penitentes en capirotes, rodeados de gentes conmovidas de una supuesta pasión mortuoria, es el arquetipo de la alienación ideológica que necesita la burguesía para perennizar su poder.

La cruz y la tiranía, la Iglesia y la burguesía están religadas en el capitalismo.

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